Toy story

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"Hay tres cosas en la vida que nunca se deberían romper: los juguetes, las promesas y los corazones"



La frase no es mía. Ya me gustaría a mí tener esa claridad de ideas. Lo cierto es que se la he "ciber-robado" a una buena amiga después de verla esta mañana en su Twitter. La verdad es que llevo desde entonces pensando en ella y en que encierra la genialidad de las cosas sencillas, esa misma que hace que los monólogos de Luis Piedrahita sean delirantes. Cuando se es capaz de decir tantas cosas en una frase tan sencilla, aprovechándose para ello del "inconsciente colectivo" que nos sustenta, es cuando se consiguen las mayores cuotas de claridad en el mensaje. Quizás sea por eso por lo que es tan difícil entender a los filósofos y, sin embargo, nos resultan clarividentes los refranes.



Hay que ver lo inocentes y a la vez caprichosos que somos cuando somos pequeños. Primero lloramos y hacemos lo imposible para que nos compren ese juguete que es lo que más queremos en el mundo mundial. Después no paramos de jugar con él durante un tiempo y nos parece el objeto más maravilloso del mundo, siempre habíamos querido uno igual. Pero un día simplemente nos cansamos de él. Sin razón aparente, pero la cuestión es que ya no nos hace la misma gracia, ya no nos dice lo mismo. En ese caso, el "Benidorm" del otrora tan deseado juguete es un baúl o un cajón. En el peor, terminamos por romperlo y acaba en la basura. También puede pasar que se nos rompa mientras jugamos, lo que trae consigo el consiguiente berrinche y el intento de la gente que nos quiere por consolarnos o, como último o primer caso dependiendo de la educación familiar y del momento, conseguirnos otro que lo sustituya.



¿Qué pasa con los juguetes que acaban en el cajón? Pues que van pasando los años y cada cierto tiempo nos topamos con ellos. Puede que sea durante una mudanza, puede que sea haciendo limpieza general (esa bonita costumbre que tienen las madres para recordarnos la escala jerárquica doméstica) o puede que sea sólo por casualidad. Así hasta que llega un día, mejor dicho un año, en el que volvemos a tropezarnos con él, puede que incluso en sentido literal. La cuestión es que, sin saber por qué, de pronto ese juguete y todo lo que él evoca: una edad, una época de nuestra vida, unos amigos, etc., adquieren una relevancia que no habíamos podido imaginar en su momento. Cuando queremos darnos cuenta el juguete está en nuestra mano pero nuestra mirada está perdida mucho más allá, mientras una ligera sonrisa asoma en nuestra cara o emitimos un suspiro profundo, o puede que ambas a la vez.



Una vez que ya somos adultos, o estamos en proceso de serlo (depende del caso), algo parecido nos ocurre con los otros dos elementos de la enumeración. Prometemos cosas que, al menos en un principio, nos afanamos en cumplir. Ponemos todas las ganas e intentamos ser disciplinados hasta que, un día, cedemos a la tentación de bajar la guardia. Y tras ése vendrán muchos más. Así hasta que caen en el olvido y pasan a ser promesas que no valen nada... al menos hasta que, un tiempo después, nos planteamos que hubiera pasado de haberlas cumplido.



Hay una tercera cosa que no hay que romper según la frase: los corazones. (Nota: releer íntegro el segundo párrafo). ¿Será que nunca dejamos de ser niños?



BBC

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O lo que es lo mismo, las siglas de la British Broadcasting Corporation (Corporación Británica de Radiodifusión). Pero BBC también se utiliza en el mundillo periodístico como una broma, no exenta de ironía y mala leche, para hacer referencia a aquellos que se convierten en reporteros de la BBC, esto es: Bodas Bautizos y Comuniones. Aunque las visicitudes y penurias de la profesión periodística bien merecen una reflexión, una amenaza mayor se cierne sobre mí: llegó el día.

Sí, llegó el día en el que te invitan a una o más bodas de amigos de, más o menos, tu misma edad, en el que te enteras de que algunos de tus compañeros de clase ya ha sido padre o madre o en el que ves como tus primos pequeños (o en su defecto, los hermanos pequeños de tus amigos) ya sólo no se conforman con hacer la comunión, sino que los muy precoces tienen la osadía de salir de fiesta y saludarte a altas horas de la noche en mitad de la Gran Vïa.

De pronto te sorprendes diciendo "mi Facultad", cuando hace ya algunos años que pasaste a ser "ex-alumno", y los jueves por la noche ya no son el día de salida obligatoria. Cada vez cuesta más superar las mañanas de resaca y empiezas a preferir tomar algo tranquilo en una terraza con tus amigos que encerrarte en bares atestados de gente para pelear por tu medio metro cuadrado de espacio vital. ¿Quién será el primero en salir del armario? Lo piensas, pero no lo dices. Hasta que, una noche, sin más, alguien lo confiesa: "cada vez me da más pereza salir". Empiezan a surgir voces concordantes. ¡Qué alivio!

Sin embargo, hoy estás de boda. Agnóstico o, cuando menos, católico en la reserva, escuchas el run run de fondo de la misa mientras empiezas a pensar en cómo aquella niña que te perseguía a todos lasdos con sus coletas, su mirada despierta y sus dientes de leche, está a unos pocos metros de ti, vestida de novia, dando un paso del que ni estás, ni quieres estar, cerca. A tu alrededor gente que, en mayor o menor medida, ha formado parte de tu pasado y, ley de vida, hoy están algo más lejos de tu presente. De pronto todos tienen más canas, menos pelo o han perdido la forma. ¿Pensarán ellos lo mismo viéndome a mí? ?Cómo me está tratando la vida? Nota mental: verme mañana en un espejo, cuanto más grande y más de cerca, mejor.

Sigue la misa. Miras hacia adelante y ves primos, tíos, padres, abuelos,... De golpe te abordan los recuerdos de la infancia. La familia era más grande y, desde luego, más feliz. Al menos como conjunto. Hoy abundan las rencillas, desencuentros y malentendidos, casi todos estúpidos e innecesarios. Es como si, al ir creciendo, a unos nos fuera más fácil comprender las particularidades del mundo "de los mayores", mientras que los otros actúan cada vez más como niños. ¿Seré yo el único en pensar esto? Es tan difícil digerir el orgullo... sobre todo cuando es el propio y va mezclado con dosis de egoísmo y desencanto. Un suspiro y un cierto nudo en la garganta, también un coctel, en este caso de rabia y melancolía.

La boda sigue. Uno no es de emocionarse con facilidad, pero la verdad es que un matrimonio es un gran acto simbólico. El formal, el práctico, es firmar la hipoteca (sólo que en ese caso lo que se espera es que lo que el dinero ha unido no lo separe el paro). La cuestión es que empiezas a plantearte, no porque lo quieras, sino a modo de curiosidad, si algún día estarás también en esa situación. En la de la boda, claro, porque de la hipoteca no te libras, bien como pareja, bien como amante de uno mismo.

Entonces surgen los fatasmas de los amores del pasado. ¿Con quién hubiera llegado a dar el paso? ¿Habría llegado realmente con alguien? Por ese orden necesariamente. Parece que todas las parejas que te rodean en una celebración de este tipo son siempre parejas felices. ¿Soy yo el raro? De pronto miras a un lado en el banco y atisbas un pequeño espacio libre. ¿Qué estará haciendo? Así que por un momento te sientes como Alejandro Sanz y sin tener claro el tiempo verbal, piensas: "y, ¿si era ella?"

Como decía aquella otra canción: "Qué caro es el tiempo que me pone contra la pared..."

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